viernes, 11 de abril de 2014

CORAZÓN ENCADENADO


PENA Y ALEGRÍA DEL AMOR



Por: Rafael de León


A José González Marín

Mira cómo se me pone 
la piel cuando te recuerdo.

Por la garganta me sube 
un río de sangre fresco 
de la herida que atraviesa 
de parte a parte mi cuerpo. 
Tengo clavos en las manos 
y cuchillos en los dedos 
y en mi sien una corona 
hecha de alfileres negros.

Mira cómo se me pone 
la piel ca vez que me acuerdo 
que soy un hombre casa'o 
y sin embargo, te quiero.

Entre tu casa y mi casa 
hay un muro de silencio, 
de ortigas y de chumberas, 
de cal, de arena, de viento, 
de madreselvas oscuras 
y de vidrios en acecho. 
Un muro para que nunca 
lo pueda saltar el pueblo 
que anda rondando la llave 
que guarda nuestro secreto. 
¡Y yo sé bien que me quieres! 
¡Y tú sabes que te quiero! 
Y lo sabemos los dos 
y nadie puede saberlo.

¡Ay, pena, penita, pena 
de nuestro amor en silencio! 
¡Ay, qué alegría, alegría, 
quererte como te quiero!

Cuando por la noche a solas 
me quedo con tu recuerdo 
derribaría la pared 
que separa nuestro sueño, 
rompería con mis manos 
de tu cancela los hierros, 
con tal de verme a tu vera, 
tormento de mis tormentos, 
y te estaría besando 
hasta quitarte el aliento. 
Y luego, qué se me daba 
quedarme en tus brazos muerto.

¡Ay, qué alegría y qué pena 
quererte como te quiero!

Nuestro amor es agonía, 
luto, angustia, llanto, miedo, 
muerte, pena, sangre, vida, 
luna, rosa, sol y viento. 
Es morirse a cada paso 
y seguir viviendo luego 
con una espada de punta 
siempre pendiente del techo.

Salgo de mi casa al campo 
sólo con tu pensamiento, 
para acariciar a solas 
la tela de aquel pañuelo 
que se te cayó un domingo 
cuando venías del pueblo 
y que no te he dicho nunca, 
mi vida, que yo lo tengo. 
Y lo estrujo entre mis manos 
lo mismo que un limón nuevo, 
y miro tus iniciales 
y las repito en silencio 
para que ni el campo sepa 
lo que yo te estoy queriendo.

Ayer, en la Plaza Nueva, 
—vida, no vuelvas a hacerlo— 
te vi besar a mi niño, 
a mi niño el más pequeño, 
y cómo lo besarías 
—¡ay, Virgen de los Remedios!— 
que fue la primera vez 
que a mí me distes un beso. 
Llegué corriendo a mi casa, 
alcé mi niño del suelo 
y sin que nadie me viera, 
como un ladrón en acecho, 
en su cara de amapola 
mordió mi boca tu beso.

¡Ay, qué alegría y qué pena 
quererte como te quiero!

Mira, pase lo que pase, 
aunque se hunda el firmamento, 
aunque tu nombre y el mío 
lo pisoteen por el suelo, 
y aunque la tierra se abra 
y aun cuando lo sepa el pueblo 
y ponga nuestra bandera 
de amor a los cuatro vientos, 
sígueme queriendo así, 
tormento de mis tormentos.

¡Ay, qué alegría y qué pena 
quererte como te quiero!



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